jueves, 22 de octubre de 2015

Lemmings o leminos


I.
Quiero imaginar que la raza humana está a punto de dar un salto evolutivo, a punto de comenzar a ser una especie inteligente, ya que aún no lo somos, con la inteligencia emocional jugando en primera linea la gran partida que se despliega en el tablero. No hay muchos signos de que vaya a ser así, pero tal vez si escribimos y reescribimos ese guión, el de la inteligencia, o sea, el de la comprensión, estemos dando a nuestra especie la posibilidad de adoptar pautas de conducta que nos alejen de la catástrofe. Por lo pronto nuestras pautas de conducta se parecen a las de los lemmings, especialmente los del mito del suicidio colectivo y los juegos de ordenador. Más conocidos por los juegos de ordenador que por los documentales sobre la Antártida, los leminos han pasado a llamarse lemmings, ya que su presencia en la cultura popular ha irrumpido desde el mundo anglosajón. Da igual que ahora sepamos que no se suicidan en masa. Lo hacen en los famosos juegos una y otra vez. Nosotros somos los leminos y somos el jugador que aprieta el botón, es decir, el gatillo. Este “nosotros” es el enigma de una especie en guerra consigo misma.
Cuando leo la carta de despedida de Oliver Sachs, que ha muerto de cáncer a los 82 años, esa carta impresionante que se publicó en febrero pasado, estoy escuchando la voz de una especie inteligente. También cuando leo la carta abierta que han firmado 20.000 personas, entre ellas Stephen Hawking, Elon Musk y Steve Wozniak, para que no se desarrollen las “armas autónomas”, llamadas de forma más descriptiva “robots asesinos”. En cambio, si me asomo a la web “Guerra fría en Porton Down”, de la universidad inglesa de Kent, o al libro del profesor Ulf Schimdt sobre los espeluznantes experimentos de décadas que hacían el mal en busca de formas químicas y bacteriológicas de hacer el mal a gran escala, si bien la existencia del proyecto de investigación de la Universidad de Kent, su esfuerzo por aclarar y aprender de la oscuridad, es un motivo de esperanza, los datos recopilados y la historia que desprenden no dejan mucho sitio para confiar en el ser humano.
La verdad es que el turismo en Magaluf, la televisión en verano, el resplandor de los incendios forestales, los jóvenes que se tiran de los balcones como lemmings con el cerebro lleno de alcohol y drogas sintéticas, junto a la cortedad de miras de tantas respuestas ante los desafíos de este mundo cada vez más entrelazado en una gran trama común, nos hacen pensar que no, que no somos una especie inteligente. Que los mejores de entre nosotros son pocos y su voz se oye poquísimo. Somos los lemmings reflejados en nuestras pantallas mientras destruimos la Tierra que nos alimenta y nos asomamos a un gran precipicio. Podemos imaginar que pasaremos volando al otro lado. Al fin y al cabo se han inventado las máquinas voladoras. Pero ahora estamos en el capítulo de inventar las máquinas que matan solas.


II.
Permítanme que insista. Somos los leminos, los lemmings de los juegos de ordenador y los de la tundra. También somos las grandes manadas, el recuerdo de las migraciones humanas escritas en el exoesqueleto del planeta, los ídolos quemados en las piras del monoteismo, olas de hordas y de ángeles, los dioses y los monstruos, los vampiros y los santos y, por supuesto, los héroes de Marvel Comics en sus diferentes encarcaciones. La población siria que huye de la masacre, empujada por el Ejército Islámico y por el gobierno de Bashar Al Assad, repite la pauta de los grandes éxodos en busca de la tierra prometida, prometida por el puro instinto de vivir. Si caen al mar es porque el mar está en el camino de la migración. Somos nosotros, los europeos y, en general, los occidentales, los que nos parecemos más a los lemmings del juego. Somos nosotros los que nos tiramos desde los puentes (les aseguro que yo no, pues el miedo guarda la viña y la acrofobia nos mantiene a cierta distancia de los abismos). Permítanme que insista en esta identidad nuestra con los seres que inventamos para poblar el cielo de las mitologías y el universo, siniestro o radiante, de lo fantástico. Esas criaturas que creamos salen de nuestro profundo interior para vivir en el espejo donde nos miramos cuando queremos saber qué somos y qué debemos hacer. Animales, dioses, héroes, celebrities o mamarrachos. Todo vale y todo cuenta. Nuestro espejo, nuestros modelos y nuestros mitos se fabrican y se repiten en los medios de comunicación, en el arte de masas y en la realidad virtual donde se replica y se extiende el mundo. No es indiferente lo que se difunde y lo que se repite, las efigies y los diálogos, la etiqueta de los deseos, la promesa de los premios que moldea las aspiraciones, los fracasos y las exclusiones junto con los triunfos. El espejo tiene vida, aunque no sea vida propia. El espejo nos incita y nos muestra el camino. ¿Qué buscamos en los deportes de riesgo, en las alturas, en la velocidad y la excitación, en los rallies de coches y en las curvas más peligrosas de las carreteras por las que pasan los rallies de coches? Acaso la intensidad que confundimos con la vida, tal vez los tópicos y enormidades de la pantalla, un fragmento del espectáculo continuo, del envoltorio de estímulos, de sugestiones, de sensaciones que es el producto más sofisticado de todos cuantos se nos vende. Que la gente muera tratando de ganarse la vida, de buscarse la vida, de salvar su vida parece natural y ciertamente aspiramos a que no suceda. Y entonces resulta que la gente muere en los parques de atracciones, haciendo “puenting”, viendo un rally de coches en primera fila, como si estuviera obligada a divertirse hasta la muerte.

(Se publicó como dos columnas separadas en el diario El Correo en la última semana de agosto y la primera de septiembre)

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